Me ha llevado media hora poder encontrar las palabras justas
para darles la bienvenida a este nuevo blog y aquí están:
Hola lector.
(sorprendente, lo sé)
Bienvenidos a “Cartas para Elita”, este es un blog a manera
de bitácora de marinero en el exilio del horizonte inexplorado donde estaré
publicando las diversas cartas que he escrito para Elita durante algún tiempo,
y aunque no estoy yo para contarlo pero tú sí para saberlo así es que comienza
la historia:
Érase una vez Elita…
Elita era una princesita que vivía en un palacio de cantera
que se encontraba en el Reino de Jardín, custodiada por dos guardias nariz chata,
el General Nico y el Capitán Marcelo, muy amigables por cierto con las
doncellas que se acercaban de vez en vez a las puertas del palacio. Difícil
suerte debía correr cualquier mancebo que quisiera dirigirse a la princesa, a
manera de ruleta rusa se presentaban ante ella y hasta la fecha, de su boca
siempre disparó el tiro letal. Por su parte los Reyes, es decir, los padres de
Elita amasaban fortuna como quien amasa un pan en vísperas de fiestas de bodas
de Caná, siempre esperando que se multiplique.
Pero volvamos a Elita. Ella era una princesita bella, pero
bella como el amanecer en París, fantástica como historia de hadas, mágica como
para inspirar un cuento, de cabellera tan hermosa como el rojo de álamo en
otoño y con las manos más dulces como para desposarla.
De ella, de Elita sé muy poco, alguna vez logré observarla
detenidamente y de cerca, incluso en alguna ocasión, despacio y con mucha
cautela como quien pretende acariciar al león dormido pude acariciar su piel y
sí, he de presumir que en cierta noche de suerte después de un manjar en un
banquete al cual asistimos en compañía de chaperón, al final de la noche y con
sus guardias nariz chata detrás de ella, pude disfrutar por un momento tomar
sus manos y ella tomar las mías.
¡Lo sabía, Elita me amaba!
He de repetir para mi pesar que sabía y sé muy poco de esa
princesa mística de la cual me enamoré aquella noche de fuegos artificiales y
danza en las palmas de mi mano y de fiesta y regocijo en mi corazón.
Esa fue la última vez que vi a la Princesa Elita. Desde la
habitación que encendía a nuestro encuentro sólo observaba siluetas de
obstinación y desprecio, jamás volví a saber del destino de Elita. Alguna vez
escuché que huyó con su hermana mayor a las tierras de occidente, después me
enteré por un juglar que la Princesa se encontraba en tierras altas y que vivía
muy feliz. Yo no he podido comprobar ninguna de estas teorías, incluso llegué a
pensar que una noche, esa noche, se intoxicó y murió por una sobredosis de algo
que su cuerpo nunca había sentido: amor verdadero.
Fue entonces cuando decidí huir del Reino de Jardín y semana
a semana voy relatando a Elita las odiseas de este mundo tan extraño donde no
está, a suerte de que un día la reencuentre mi camino y entregarle estas
historias, esta vida, que guardo para ella.
Carta para Elita I
Hoy conocí París y descubrí que no era tan bello como
prometiste ni tan amigable como presumiste, en cambio me encontré una ciudad
gris de ocre y hierro y esferas colgantes de ruedas gigantes que no entiendo.
Elita, hoy conocí París y no te vi, naufragué leguas y no te vi. Apostaba mi
cabeza en lugar de jurar (como nunca quisiste hacerlo) a que tus miedos te
habían traído aquí y no, yo perdí.
Elita, ¿qué es esto tan alto que está frente a mí? Es como
un dedo de Dios apuntando al cielo, eso que tanto admirabas y pretendías
conquistar para tu vejez pero no Elita, las calles no son tan mágicas como las
suspirabas y los borrachos de vino y ron enfurecen a la luna de esta ciudad
obscura. Elita, ¿A dónde debo buscarte? ¿Dónde estás? No te encuentro. Entre
los parques donde hay amorosos y un sol en hojas como describió el poeta, no
estás, no te encuentro.
Hoy conocí París y de bello no encontré nada, no los mares,
no los montes ni las ciudades, en definitiva nada es apreciablemente bello o
nimiamente bueno, tanto como tú.
Elita, hoy conocí París, pero mañana no sé a dónde me lleve
mi instinto de encontrarte, porque debes saber que en esta incertidumbre de ti,
en esta grandeza de las ciudades, en esta belleza efímera de la gente, serás
por siempre tú, mi último destino.
Texto: C. Satarain.