viernes, 18 de octubre de 2013

La mujer más bella del mundo


      Han sucedido seis días desde que le escribí esa carta, sentado sobre esta roca que ahora arquea parcialmente mi espalda, con el mar a mi diestra y un cangrejo moribundo a dos pies de mí. Me llevó un día saber que debía estar aquí, pensar que podría esperarla, pensar también en no salir otra vez a buscarla. En tomarme seis días para saber si valía la pena y valían mis pasos.

Fue durante el segundo día cuando conocí a la mujer misteriosa que el día de hoy se robó mi atención y desvió mi mirada del camino, es por eso que aquí continúo esperando la razón para partir. 

Fue al alba del siguiente día, después de enterarme de Elita y la noche que truncó nuestro destino, caminando por la playa que el mar convertía en un lienzo fino golpe a golpe contra la arena en donde la encontré. Era un pórtico viejo y casi en ruinas, de vigas picadas al sol y maderas carcomidas por la sal, todo en tonos sepias que figuraban su larga vida. Estaba sentada ahí, inmóvil como esperando un milagro, como esperando el ocaso y sus milagros. De joven no tenía ni la sonrisa, de vieja le quedaba el rostro, al momento pensé que el mar le había deslavado sus cabellos para convertirla en ola, para poco a poco convertirse en mar. Me senté a observarla por largos tiempos desde un montón de maderos y supe que debía acercarme.

La saludé con amabilidad tratando de no interrumpir su vista al mar, que después me enteraría que en realidad sus ojos no apuntaban al azul sino a su interior. Eso lo supe porque no contestó a mi llegada y entendí que no era consciente de su vida. Me senté a su costado tratando de adivinar el horizonte de su mirada y mientras el mar comía mis ojos llevándolos por lo redondo del mundo de un zarpazo de madera golpeó mi cabeza sentenciándome como una madre a un niño o como el verdugo a Dios. De un grito me ordenó llevarla al interior del lugar mientras a regañadientes susurraba palabras en latín que no entendí. Intenté soportarla a manera de pedestal cuando de nuevo sentenció pero ahora a sus piernas. –Estas me las dio Dios para caminar, pero olvidó el motor. Dijo con voz ahorcada mientras me miró el rostro. Entendió que no entendía nada y ahora con más voz de madre que de verdugo me contó su historia.

Ella fue doncella del reino cercano, a sus pocos años tenía la fama de la mujer más hermosa sobre la tierra y tras los años la fama creció. Yo le creí porque detrás de sus largas arrugas escurría belleza. Hubo un príncipe azul, una vez nada más y fue para ella, tuvieron una boda, hubo fiesta por seis días aunque en estos tiempos la nobleza no se casa con plebeyas, ella tuvo la fortuna del amor de hadas. Dos años pasaron por sus vidas hasta que en la afrenta de Solsherin su príncipe azul cedió la vida. Dos madrugadas después una fiera humana la lanzó por el balcón partiendo su cadera en dos y fue echada del reino para siempre.

En resumidas cuentas ella dedicó su vida al mar, al azul de su príncipe, a la eternidad de Dios. Me enteré a mis visitas diarias de las labores que las mujeres del lugar hacían en su hogar al saberla inmóvil. Me sumé a sus empeños llegando puntual por tres días a mostrarle al canario el sol y regresarlo a su prisión diaria por el ocaso.

Hoy estoy sentado con esta roca a mis espaldas arqueadas, algo oculto de aquella mujer inmóvil al viento. Es difícil entender los motivos de las personas para cumplir su misión en la vida. No sé si en realidad fue doncella y vivió en un reino, no sé si era tan bella como lo supuse o no sé tampoco por qué sigo aquí esperando a que llegue mi princesa si tal vez en dos años yo ceda la vida y jamás la vuelva a ver. Esta mujer me volvió a mostrar el camino y me enseñó a no quedarme inmóvil.

Es el ocaso y su canario está afuera. La mujer se levanta de su silla, toma a su canario y camina a su prisión.
   

Carta para Elita IV


Elita, he notado como corre el tiempo, de los días que le suceden al otro, luego al otro y al anterior, de las veces que los mido en suspiros y recuerdos de ti. He pensado en la duración de Dios como piensa el poeta, he pensado en mi destino y he pensado también convertirme en roca. Ya no puedo controlar mis palabras después de lo que le he dicho al viento de ti, de lo que le platico a la arena y de los versos que el mar se lleva, he intentado dártelos por mar y tierra y viento y no encuentro respuesta.

A este paso no te creo en definitiva tan princesa, ni esta vida tan cuento, ni este amor tan mutuo. No te creo que la arena que me golpea el rostro sea tu caricia y mucho menos el viento aliento tuyo. ¿Cuándo habrás de darme algo? una señal, un relámpago en el pecho, una lluvia en los ojos, un alud en mis manos o una muerte real. Ten, te entrego mi vida en tus manos, nuevamente y como siempre, hasta la noche.

Hoy vi como un milagro falso encarceló un alma, hoy vi en ella la levedad del amor y vi también a través de sus pasos mi destino sin ti. Yo también podría fingir que no puedo, que ya no podré caminar y empeñarle a los hombres mi sufrimiento, yo también podré hacerlo, pero Elita, prefiero vivir sin pasos, perder la voz, quedar sin aliento, pero que los ojos no me los quiten por si te vuelvo a ver.

Elita, tomemos el juicio de Dios y hagamos un trato. Esperaré sentado bajo este cielo ahora estrellado la señal para emprender mi camino, confiemos en él y en su voluntad que yo confiaré mi suerte a la primera estrella fugaz. Si el camino te encuentra lo sabremos, será el mejor trato de nuestras vidas.

Elita, esta noche espero tu milagro.



Texto: C. Satarain

Twitter: @carlossatarain 

viernes, 11 de octubre de 2013

El encuentro más grato y la historia triste



      A la salida de Barsevez se encontraba un arco enorme y blanco semejando el retrato de la que sería la historia más memorable en mi camino hasta hoy. Aquel era un sendero de tierra gris que paso a paso polveaba mis zapatos coloreándolos de café a obscuro, bordeado por cipreses altos hasta el cielo o hasta donde el sol me permitió observar. Fue mi camino durante días y noches bajo el mismo sol, cobijado por la misma luna. El telón se elevaba todas las mañanas de tierra gris y se ponía tan negra por la noche que era imposible distinguir el horizonte estelar y mi destino. No recuerdo si fue un año o un momento cuando el gris se transformó en color arena y las ruinas naturales se volvieron nulas.

Desperté esta mañana recostado bajo la sombra, a exactos siete pasos del portal. La ropa que llevaba ese día se adhería a mi piel por el protestante sol que penetraba por la rendija del tercer carrizo sin atar de ese techo artesanal. Eran las 12 del medio día, hecho que comprobé al no encontrar sombra alguna al mástil que detenía mis escasos recuerdos cargados de Elita, recuerdos resguardados en aquel bolso haraposo y triste. Adelanté mi mano derecha dos palmos para encontrarla con la vasija que de reojo había distinguido y que mi instinto de no morir me refería a vida. Estuve ahí boca arriba cerca de diez minutos, invertí también diez minutos en adivinar de qué hogar era este techo, de qué fuente bebí esa agua y qué tan lejos o cerca estaba de ella.

De un salto me repuse al entender que no entendía ni un poco y al asomar la mirada por el portal pude ver la magia, ese azul del mar no lo habría visto más que en el cielo que alguna vez nos cobijó aquel día en el parque. -Te encontraron anoche dos dunas atrás. Se asomó un susurro de lo obscuro como se asomaba todavía el rayo que ahora brillaba en mi cara y que no me dejó distinguir. Fue una voz fuerte y sobre todo muy conocida y continuó: Casi llegabas, ¿por qué te rendiste? Al escuchar esa pregunta supe exactamente de quién se trataba.

En el palacio de cantera de Reino Jardín trabajaban día y noche las doncellas que veloces vestían y desvestían a los nobles, las mujeres que no perdían un detalle de la pulcritud del palacio, el maestro de los banquetes que cuando enfermaba, Elita intentaba suplantar cocinando panecillos dulces o sopas de bajo presupuesto que la familia real y uno que otro de poca suerte era invitado a degustar. Estaba también él, la diestra del rey que siempre en mis visitas de encuentros con Elita saludaba amablemente a mi llegada.

Me ofreció una modesta comida al notar que hacía dos días no había probado ni un bocado de pan y mientras me atragantaba de aquel que para mí era un manjar, me contó de Elita y de lo que esa última noche trágica sucedió. Me enteré de lo impensable, con escasos detalles relató que momentos después de mi partida, la Reina sentenció duramente a Elita y que tras la puerta de su gran habitación se lanzaban fuertes voces una a otra, incluso en un segundo de poco raciocinio y llevada por la ira, la Reina con voz de sentencia, le deseó la muerte. Al día siguiente todos los presentes fueron echados del palacio con dos costales de monedas y la promesa de no hablar con nadie de lo sucedido. Nadie sabe el motivo, me comentó, pero al día siguiente no volvieron a ver a Elita.


Carta para Elita III


Te escribo a donde estés desde esta playa escondida en el occidente, las olas que golpean la roca donde estoy sentado llegan a acariciar mis pies como un consuelo de estar solo. Hoy me enteré de ti y tras los días que pasé sin tu nombre en mi oído por fin encuentro las palabras para escribirte. Quisiera enterarte de las tardes que se meten siempre en el mismo horizonte, de los caminos que de un paso a otro cambian de color y de los destinos que poco a poco me acercan a ti. Quisiera gritarte que voy a tu encuentro y sentenciarte a que no des ni un paso más.

Elita, ¿Es tan difícil que grites al viento que me esperas? Para así encontrarme tu voz enredada en un árbol o en el cantar de un gorrión y no rendirme. Pudieras también, incluso, preguntar por mí y saber que estoy sentado en esta playa, sobre esta roca y si así fuera, yo te esperaría.

Elita, quisiera enterarte de muchas cosas, que tal vez fui un cobarde por no volver atrás y buscar tu mano cuando más me necesitabas, quisiera enterarte de todo, de cómo mis manos temblaron al escuchar de aquella noche y saber que no estuve ahí para arroparte, para consolarte, para estar contigo. Elita, quisiera enterarte de todo, quisiera gritar que me arrepiento por haber juzgado tu silencio. Por no estar contigo.

Desde el oleaje de tu pecho en que naufraga lentamente mi rostro, dijo nuestro poeta, quisiera reencontrarte. Desde la roca que soporta mi llanto y el atardecer sin ti, escribirte otra carta. Desde las sombras que en mi pecho se transforman en alma, me faltas.

Elita, en donde estés, detente. No te muevas, no camines, no cantes ni llores y si tienes oportunidad voltea hacia atrás, de vez en cuando, cuando tengas ganas de llorar voltea atrás, tal vez pronto en el horizonte aparezca yo.

Elita, en donde estés, por favor no me olvides.


Texto: C. Satarain

Twitter: @carlossatarain


viernes, 4 de octubre de 2013

Anoche escuché su voz...


      Mientras tomaba sus manos aquella noche de fiesta y banquete. Mientras temía al momento de soltarle, susurré a su oído la más breve de mis biografías:

"Yo nací en el río, provengo de donde el mar abraza a la tierra y de donde los hombres extraen su vida. Yo nací saltimbanco, crecí de la música y bebí poesía. Soy fortuna de una noche de agosto y designio de tu futuro”

Elita sonreía mientras mi boca se acercaba más a su oído, no pude verla pero sentí la sonrisa en sus manos. A dos pasos, sus guardias nariz chata se acercaban lentamente como el ladrón, que cauteloso, se aproxima a tomar lo que no es propio. En un segundo el Capitán Marcelo ordenó mi retirada y de un portazo arrebatándome la vida la alejó de mí.

Han de saber ustedes que esa noche la princesa desdeñaba a la belleza por saberse superior, y por ahora, desde un banquito tembloroso a falta de equiláteras patas, me quedo recordando esta escena como recuerdo ese leve volar de su cabello día tras día, de cómo el aire revolvía una y otra vez su cabellera hasta hacerla lucir perfecta bajo el viento de Reino Jardín.

En cambio, esta luna la veo desde Barsevez, un pueblito de no más de 200 habitantes, pequeño, limpio y amigable pero sobre todo a muchas leguas de la carta anterior. No he podido contar los días, no he podido incluso, contar mis pasos. Recuerdo a momentos también nuestro paseo por el parque, el único a la luz del sol:

Fue una tarde de verano mientras Elita caminaba justo a mi lado derecho, era un camino estrecho rebosado de fulanos que de ida y vuelta tropezaban mi camino. Ella, Elita, me miraba de reojo mientras le contaba de mis relatos increíbles, de cuando tuve poderes, de cuando tuve fortunas, incluso de cuando, por defender mis causas, luché contra cinco fieras que de un solo puñetazo designé a la derrota. Elita reía de mis historias y a sabiendas que no creía ni un céntimo de ellas, continuaba relatando lo que a mi imaginación venía, y no piensen mal, no eran mis relatos con afán de enamorarla sino para al menos esa tarde hacerla sonreír.

Durante este último recuerdo cerré los ojos para imaginar que aquel aire de Reino Jardín era el mismo de este insignificante Barsevez, para recordar el aroma que de su cuello brotaba impacientando a las flores por tan dulce olor. Con mi mano a media plana le escribía la segunda carta mientras apretaba aún más los ojos para no confundir la belleza de la noche con la suya. Logré sentirla a ella, a Elita, bajo la luna de Barsevez tan cerca de mí que a dos pasos fuera de la ventana de aquella taberna borrascosa, pude esa noche escuchar su voz…



Carta para Elita II


      Elita ¿conoces la luna de Barsevez? Para tu pesar es de las más bellas lunas de las que podría contarte en un relato en el parque, con tu mano apretada a la mía, caminando a mi diestra con afanes de enamorarte. Pero no, no estás aquí.

Permíteme decirte que días atrás mi desprecio por la ciudad que tanto amabas me hizo huir de París. Ahora estoy perdido en un lugar que a grandes penas aparenta vida y si te digo que aparenta es porque andar este camino sin una sola de tus sonrisas es como mal morir.

Elita, si pudiera contarte que anoche escuché tu voz, estaba rendido y escuché tu voz cercana y dulce a dos pasos de mí. Lo sé, era imposible encontrarte en este simple lugar sucio, obscuro, solitario, pero qué quieres que haga si escuché tu voz. Ha de haber jugado el viento conmigo o ha de haberme visto tu Dios tan débil que me envió un querube a semejar de la manera más exacta su creación más perfecta. Es por eso que no salté desde adentro buscando encontrarte a mi paso, es por eso también que nunca abrí los ojos y es probable también que hubieras sido tú.


¿Cuánto quieres que anden mis pasos hasta donde estés? Sería mejor que nos dejáramos de tanto cuento sin concluir y aparecieras junto a mí, serena y callada como te recuerdo. Sería posible también que en este corto inicio de mi búsqueda de ti, yo tirara al suelo de tierra y agua este sudor que guardo con mis esperanzas y dar un paso a atrás. Pero Elita, he de mantener mi vida sobre el camino hasta el final contigo y avanzaré renovado de fuerzas porque esta noche escuché tu voz.


Texto: C. Satarain

Twitter: @carlossatarain