viernes, 24 de enero de 2014

En alguna parte del mundo, esperando.


Primero una en mi mejilla derecha, luego otra directamente a mi boca abierta y seca de piedra caliza. Entonces un mar de agua caía sobre el mismo mar taladrando mis pómulos dolorosamente y a la vez con la certeza de la resurrección de mi alma hasta ese instante.

Era el cuarto o quinto sol desde mi última carta. Los tirones que el viento hacía al mar y me cubría la cara y los ojos abiertos con su brisa terminaron por emblanquecer mi mirada. Era el telón blanco ocultando sombras detrás, era una mano postrada frente a mis ojos, era un gorrión de pecho blanco anidando en mis pupilas, un torbellino de blancura reprimiendo mi visión.

Era seguro entonces que no había llegado el final de mi historia, desde las nubes me caían trozos de vida para reanimarme el alma que comenzaba a brotar lentamente por mi boca. El aliento volvió a tener humedad, mis manos secas y picadas que carecían de fuerza, se estrechaban una a otra fuertemente apretando el agua entre ellas. El drama de mi muerte había quedado atrás, tal vez como un reclamo del destino por haberme rendido o como un designio de Dios a volver al camino. Pude entender entonces y más de corazón que a raciocinio que ella seguía ahí, en alguna parte de este mundo, esperando, sólo esperando.

Ciego de blancura, postrado aún sobre los maderos, medía el nivel del agua que se acumulaba en la balsa dedo a dedo, crecía tan rápido como si el cielo quisiera volver al mar de un solo golpe y quedarse atado a esta tierra para siempre, pensé, no sería tan bueno el cielo entonces que hasta las nubes quieren volver. La tormenta rebotaba intensamente sobre los maderos de la balsa. Por la espalda, los truenos resonaban estruendosos y resumían en fracciones de segundo lo que estaba por suceder.

Las nubes terminaron por cubrir los últimos destellos de luz que aún percibía, era todo obscuro aunque era de día y la tormenta que hasta ahora había aliviado mi cuerpo se volvía la amenaza más grande que mi vida habría tenido, incluso más que el hambre, tal vez más aún que la soledad misma. Será que Dios nos hizo a su imagen y semejanza, qué descuidado al creer que nos heredó también su omnipotencia, o tal vez no la habremos descubierto aún.

La balsa se balanceaba de lado a lado constante como péndulo, siempre más hacia la derecha que a la izquierda, siempre más, tanto que sentía caer al mar con cada movimiento. Sabiendo lo que vendría, apreté con mis dientes el morral con las cartas atesoradas en un frasco que había guardado de mi visita a Barcalobos. El péndulo de la única esperanza hecha de madera que me quedaba se mecía tanto que perdía la noción de mi posición con respecto al mar, cada vez más rápido, cada vez más drástico y de un tirón sobre una ola, sentí el vértigo de haberme elevado tanto como la altura de veinte hombres juntos. Fue una fuerza increíble la que me llevó con mi nave hasta lo más alto. Supuse que la vista hubiera sido hermosa desde allá arriba, si tan sólo hubiera podido verla. Al llegar al borde de la ola, a la majestuosa altura, el último suspiro de conciencia casi me arrancó el alma. Caí sintiendo como el viento sostenía mi cuerpo, sin vista y con un destino incierto, sentí las gotas cayendo a la misma velocidad que yo hacia el abismo. Con el morral apretado a mis dientes tomé el último respiro de aire y sal esperando el momento de mi golpe final con el mar. Estaba allí, flotando en el aire a punto de reencontrar mi destino.



Carta para Elita IX


Tengo ocho cartas guardadas en un frasquito que recogí de mi última expedición de ti en Barcalobos. Las he cuidado como un tesoro nuestro, como un manual de sobrevivencia, como un aval de que te he buscado.

No sé si ahora lo haga más por mí que por ti, Elita. Tengo algunas preguntas para cuando te encuentre: ¿Habrías sufrido lo mismo por mí? No pretendo que contestes, simplemente quiero reencontrar mi motivo. ¿Me recordarás? Hace tanto tiempo que te vi por última vez. ¿Habrías caído de una ola a mitad del mar sólo por llegar a tu destino? Tal vez no. Tal vez también te reclame por no haberme encontrado y ahora con este blanco en los ojos será casi imposible buscarte. Envíame otro de tus milagros, de ese pacto que tienes con Dios para que regrese mi vista o si no, al menos que te aparezca aquí, a mi lado y me llames al oído.

Te aviso por si me vez en una calle y me reconoces que tengo estas cartas colgando de mi cuello a la altura del corazón en el mismo frasco. Si es que me reconoces.

Abrazo un montón de arena que supongo se me ha metido a los ojos, estoy en ningún lado donde todo es blanco y mi balsa golpeó mis piernas al encallarse en la arena. El mar me revolcó hasta aquí no sé desde cuando, apenas reanimó mi cuerpo, apenas pude abrir los ojos, y no sirvió de nada. Elita, dime cómo hago sin obtener rumbo, siendo sólo un extraño.

Dame en uno de mis respiros, la fuerza para pronunciar tu nombre. Desde este desesperado momento de mi vida donde no obtengo respuesta o motivo de alguna parte, te pido que esperes. Hoy no sé de poesía, en resumen, hoy no sé ni de mí, ni de ti, ni de vida ni de nada.


Envía un milagro, una hermosa señal, una tan bella como tú.


Texto: C. Satarain

viernes, 17 de enero de 2014

La princesa del castillo de nubes




Entonces, en el quinto amanecer, la calidez del sol reflejada en el infinito mar obtuvo tonalidad. Los cientos de olas golpeando la balsa al romper en la proa salpicaban agua turbia de color blanco y café. Detenidamente levanté la cabeza del madero donde dormía durante días sin saber ni gota de mar, ni grano de arena y ahí estaba, el verde que cubría el bosque bordeando la costa de mi tierra. Había llegado y era mi bienvenida. A la derecha del séptimo árbol estaba mi madre añorando y sufriendo como siempre por mi carente vida, detrás de ella y de una obscura puerta salió Elita. No iba a estar ausente en ese momento, no podría. Apareciendo de los árboles estaban todos los que en algún fragmento de vida fueron imprescindibles. La mujer que, cuando fui niño, me mostró lo hermoso de las melodías acompañadas. El poeta de Barcalobos, viejo, anciano, sin vista y sin alma estaba recostado en una palmera como esperando el fin. Mis amigos que uno a uno emergían del bosque a recibirme a la llegada. Estaban todos, estaba ella.

La balsa se atascó en la arena, yo casi inmóvil y sin fuerza, seco como un mendigo en medio del desierto no pude hacer más. De varios tirones y entre  todos me llevaron a la orilla. Me arrastraron cuidadosamente mientras mis dedos índice y pulgar hacían un surco en la arena hacia mi destino. El sol brillaba en mi cara como el regalo de Dios para ese momento.

Elita se acercó a mi oído y susurró:

“De tu boca he extraído vida. De tu boca has matado al corazón. Te habría esperado hasta la muerte”
Alejó su boca de mi oído y se reencontró al mismo instante con mi boca. Había entendido entonces que los labios los hizo Dios para amar, para besar y para decir “te amo” al final de un beso.

Abrí los ojos reanimado de fuerzas, podría saltar, gritar, correr, llorar. No tendría mejor fin mi vida que este mismo al lado de Elita.

Pude ver su cara por un momento. Seguía siendo la mujer más hermosa que habría visto en toda mi vida, pensé. La sonrisa que dibujó su rostro la dibujó en mí a la vez que alejaba su boca, sus labios, su aliento de los míos.  Tantos pasos habría dado, incluso el doble de esperanza y llanto por este magnífico fragmento de vida. De sus ojos emanaba amor. Sabía desde la primera vez que la vi que mi vida había cambiado y trazado miles de rumbos que justo culminaban en este destino, los labios de Elita.

Con mi mano derecha sujeté uno de los remos que habían sido mis únicos compañeros durante este viaje al mundo del mar, la mano izquierda la elevé hasta la altura de mi cara con las pocas fuerzas que me quedaban para hacerle sombra al quinto y blanco sol que cegaba más mi vista. Estaba ahí, en medio del mar, muriendo.



Carta para Elita VIII


Elita, he vivido el mejor de los finales y especialmente eras tú. Tantas veces tu Dios me ayudó a revivir y hasta este punto, incluso comienzo a creer en él.

Hoy pude besarte, es algo que no debería contarte porque estoy totalmente seguro que fuiste tú. No te escribo esta carta, se la susurro al viento que me ha mostrado tu final y el mío y que, desde el blanco del cielo que me roba la vista, en un momento más podré ver tu silueta recibiéndome allá en lo alto donde estás.

Mi destino se concluye aquí, en medio del abismal mar. Estoy esperando que bajes hasta aquí, te sientes a mi costado, descansar mi cabeza en tus piernas y me acaricies la cara hasta bien morir.

Elita, tengo entre mis manos el aroma que te robé aquella noche donde el destino te borró y hoy que Dios, nuestro Dios, te envió hasta aquí, he podido recordarlo. Dame un beso en la frente, luego sosteniendo mi cabeza desforzada y mirando a los ojos de la manera más sincera te podré decir que te amo. Estos pasos, esta lucha debían terminar así. Perfecto momento como tú.

Elita, que Dios recoja mi cuerpo suavemente y lo eleve de esta barca hasta donde estés tú. Porque si Dios puso el amor en mi camino, difícilmente podría haberme sacado de tu destino.


Elita, princesa de un castillo de nubes, recibe mi alma como muestra de lealtad.


Texto: C. Satarain

viernes, 10 de enero de 2014

Las tardes del blanco sol


Todo comenzó con un vistazo. Desde la fiesta del Conde Victorioso cuando la conocí, me enamoró. Resultó una princesita que de cabello a lado y de sonrisa apacible no necesitaba más. Yo, a la izquierda del conde, repasaba su comida por la falta de destreza que poseía, asistía sus bocados uno a uno. Ese era yo. Familiar del conde y por lo tanto con el derecho de sentarme a la mesa con la reina y sobre todo con el descaro de preguntar quién era ella.

La princesa se adornaba, yo no la había notado antes esa tarde y aunque entendí que era bella, no presté atención a lo que vendría.

Muchos días atrás, siempre postrados en el mismo asiento de donde veíamos los juegos en ese arcáico lugar, dos filas abajo a 4 espacios de mí, conocí a la mujer de la que prometí por mi vida que sería mi esposa. Ella era tan cabello al aire que me enamoró. Era joven, blanca, limpia y no debía repetirlo pero era la más hermosa mujer que mis ojos vieran. Debí quedarme ciego aquel día o tal vez lo hice. Era bella, era desconocida y lo peor, no era mía y yo tan enamorado de nadie día a día, conociendo sus detalles a tal punto que podría dibujar su espalda desnuda y su cabello suelto uno a uno.

A la mesa con la reina se acercó y susurró algo a su oído, no entendí y no por lo bajo de su voz, sino que el espacio se tornó silencio y quietud cuando regresando y de reojo vi su espalda, no hay mujer con el cabello tan enamorante como el de ella, la que prometí sería mi esposa, estaba ahí frente a mí y yo con la boca abierta de la impresión no pude reprimir a mi curiosidad. 

Pregunté a la reina por ella, nunca la había visto en el reino y con desfachatez suponiendo que era invitada no le di importancia a mis palabras. Sorprendido al saber de la boca de la reina que ella, la mujer que tantas tardes me robó el aliento, era su hija y ahora la tenía frente a mí.

La reina la hizo venir hasta mí y supongo que más por cortesía que por gusto ya que después me enteré que varios “caballeros” la pretendían. Pero esa tarde yo era feliz, las muecas en su cara eran encantadoras y simulaban un buen futuro. La tarde se fue a su lado, fue tan rápido que para el momento en que recobré el sentido sólo recordaba su nombre, y sentado imaginando su linda carita prometí jamás separarme de ella.

Es fuerte el momento ahora en que abro los ojos de mañana y dejo de recordar a Elita, ahora nuevamente con el cielo incoloro y las calles grises. El séptimo golpe que le propiné a la puerta me dio la libertad de las tapias, el sol blanco brillaba frente a mí y a duras penas veía la silueta de dos oscuros niños sentados frente a un portón. Caminé hacia la plaza, no había nadie, todo estaba vacío de un día a otro y la música en el aire había cesado. Las pinturas que semejaban el mar eran sólo líneas curvas en un lienzo claro y los poemas se volvieron sólo palabras de besos esquivados. Llamé puerta por puerta y no aparecían más que siluetas de rostros ocultos como si temieran a mi persona. Desde la mitad que dividía a Barcalobos grité por ayuda, no entendía nada ¡nunca he entendido nada desde que la conocí! Y ahora un pueblo muere por mi llegada, un pueblo que vivía de Elita, de su recuerdo y su belleza y hoy no es más que gris, blanco y sin poesía.

Distinguí una balsa encallada en la arena y de varios tirones le indiqué mi destino. Era hora de dejar la tierra esperando que Barcalobos renaciera.



Carta para Elita VII


Sigo repitiéndome el recuerdo de haberte conocido a modo de alimento aunque esto de no tenerte es peor que pasar hambre. Elita, debías convertirte en sirena y nadar conmigo por horas y horas sin contar el tiempo, de un aletazo regresarme la compostura y con un beso hacerme vivir.

Quiero escuchar tu voz aunque sea en su canto. No me importa si son espejismos o engaños Si he de morir, quiero que al menos una vez más tu voz sea para mí. Aquí deberías estar ayudándome a remar contra la marea y volverme fuerte cuando ya no soy más. Ahora que estoy pidiendo milagros al sol y platicando con él como si fueras tú, deberías bajar del cielo también a arroparme el alma. Dejar de andar tus pasos y voltear hacia abajo para enterarte que sigo aquí debajo, esperando tu mirada, tus manos de luna y la noche de tu pelo.

Ahora que el sol es blanco debería mirarlo fijamente durante 3 horas para que me quemara los ojos con color a paz. El vaivén de la balsa me recuerda tu voz, cómo iba y venía con tu risa pausada dando tumbos en mi cabeza cuando no estás. Hace varios soles blancos que no veo la tierra, no sé cuántos Elita y creo que no me importa.

En la espera de tus tiempos prometí mi vida y jamás rompería una promesa. Donde estés cierra las puertas y ventanas que no importa el tiempo que demore, un día llamarán a la puerta y seré yo.


Desde el mar te escribo, para que no me olvides.


Texto: C. Satarain

Twitter: @carlossatarain