sábado, 9 de noviembre de 2013

La mujer que inspiró a un pueblo II


Habría pasado, tal vez dos o tres años desde que no veía el amanecer con tal tempestad, en Barcalobos la mañana fue de lluvia y nostalgia. Los colores parecían escurrirse coloreando el piso y dejando un agrio color a nada colgando de los techos. Las caras verdes de los niños también escurrían como lágrimas y de los cuadros sólo quedaban las siluetas. En el bosque que rodeaba al pueblo, los pinos enrarecían su color de verde a blanco como si fueran cubiertos con nieve y de los troncos labrados tan misteriosos les brotaba un algo de sangre negra que los vestía de obscuro. Yo miraba de reojo esa triste imagen y cerré los ojos para intentar dormir nuevamente aunque sólo conseguí despertar mis demonios internos recordando mi misión y la arcaica vida que desde entonces llevaba. Ermitaño y nómada por convicción logré recordar los lugares que en los últimos tiempos visité y que juré no despegarme nunca más y que tanto no cumplí que incluso cortar raíces fue la única forma de emigrar.

Después de varios minutos, muchos en realidad, abrí nuevamente los ojos, todo era blanco y negro. Quise entender que se trataba de la lluvia que ennegrecía el mundo. Como un acto de redención cerré los ojos nuevamente imaginando que el abstracto de mi vista desaparecería de un momento a otro y no fue así, intenté siete veces más abriendo y cerrando los ojos, las últimas 3 veces apreté tanto que incluso lloraron y nada sucedió, todo era blanco y negro. El mundo se había convertido en ese retrato nostálgico del que ahora era preso, mi cuerpo convertía mi vida en añoranza y entendí que empezar por la vista era el primer paso, después sería el olfato o el gusto, tal vez el oído dejaría de escuchar alegres melodías para sólo entender las más tétricas versiones del mundo. Después vendría mi voz donde no podría repetir su nombre, o mis pasos, hasta quedar inmóvil.

Probé con siete palabras, mar, tiempo, lengua, flores, Lita, tormenta y Dios. Conté mis dedos siete veces, intenté adivinar siete aromas diferentes en el aire también, sólo a manera de estar seguro que mis sentidos continuaban alertas y mis palabras seguían coherentes. No intenté reponerme del piso donde estaba resguardado, primero por temor a continuar con ese juego absurdo y dar siete pasos a la izquierda y luego siete a la derecha. Y en mayor medida por continuar en ese sitio recordando los lugares en donde había estado desde su partida.

Fue en el París de sus nostalgias de donde no pude esconderme. Todo se resumía en ese dedo de Dios que apuntala el cielo y el olor a fernet recorriendo las calles. Es por eso que de parís no quise saber más que sus nostalgias y huí a ese pueblo donde escuché su voz, desde la ventana donde cerré los ojos para no confundir su belleza con la de la noche, fue la primera vez que la pude sentir cerca como la noche en que tomé sus manos. Luego de ahí fue camino de gris a arena hasta la playa donde los personajes me llevaron a ella, a ese hombre que me contó la historia más triste de Elita y donde esa mujer de historias fantásticas me animó a continuar. Entonces recordé mi entrada a Barcalobos donde a mi llegada en la plaza de artes inconscientemente noté un aspecto muy significativo y que ahora con mi blancuzca vista había saltado a mi mente para entender mi caso. Cuando estuve rodeado por esas tres decenas de personas logré notar que 7 u 8 eran guiados por otros mismos que a señas se entendía entre ellos, la mayoría no logró iniciar una palabra como aquel hombre que me tomó del morral al escuchar mi pregunta sobre el artista me llevó sin decir una sola palabra hasta él. Debía entender que la belleza del lugar tenía un precio y yo empezaba a pagarlo.

Repuse mi postura de un salto al entender mi situación, tomé mis escasas propiedades del piso e intenté salir por la puerta de madera. De varios golpes traté de abrirla pero estaba bloqueada por fuera con vigas y tablones, entonces busqué por las ventanas por donde horas antes apreciaba la lluvia al amanecer y ahora todo en obscuridad también parecían tapiadas. Me detuve un segundo a controlar mis ansias mientras tomaba mi cara y la reconocía en la obscuridad. Fue entonces cuando comprendí todo. El artista no era ciego, tampoco era mudo pero tuvo que postrar su mano en mi cara para reconocer mi respuesta, para sentir como asentía a su pregunta. Todos en este pueblo son inspirados por Elita, de una u otra forma, el sordo ama su voz, el ciego admira su belleza, el mudo tuvo la dicha de susurrar a su oído. ¿Qué debo esperar entonces  de mí que tanto la amo?



Carta para Elita VI



Desde la obscuridad de este frío sitio donde te reencuentro, Elita, me has dejado sin habla, llegaste como un vendaval a arrancarle la voz a un pueblo que te idolatra. ¿Cómo podré entonces susurrarte al oído cuando te encuentre?


¿Quieres que pierda la vista para no reconocerte luego? Dime entonces cómo hago para 
pasar la noche mientras mis ojos se apagan poco a poco. Desde la humedad de este sitio de donde 

el aire parece niebla, te lloro. Dame nuevamente la fe en ti para que me cures, dame después el 
resto de tu alma en la niebla para volverte ojos y verte siempre sin importar el mundo.
De viento y mar le libraste al artista del sonido, de no amar más que tu voz por  la copla exacta de 
tu aliento, por no escuchar en este mundo sonido más hermoso que el que de tu boca emana. Su 
vida será tirada al silencio ¿por qué ser indispensable el romper del mar si no estás con él, si no es 
conmigo? Dame la respuesta ahora que ya es noche en un suspiro a mi oído izquierdo.


Elita, cuando leas esta carta notarás que tendrás la mejor propuesta de mi vida en tus ojos y que esperaré que ciego, asientas con tu cabeza mientras tomo tu rostro, esperaré que me mires a los ojos y me sonrías con ellos y con tus manos tomes las mías y se queden así por toda nuestra vida. Regálame la oportunidad de mirarme en tus ojos, entonces no necesitaré la vista para concebir al mundo si en los tuyos yo fuera el tuyo. Dame tu voz para unirla a la mía y tus manos para nunca soltarlas.

Dame esa oportunidad que te pedí tantas veces con la mirada.


Texto: C. Satarain

Twitter: @carlossatarain

viernes, 1 de noviembre de 2013

La mujer que inspiró a un pueblo I

      
      Dios cumplió su parte y siguiendo la letra de mi juramento aplané la arena con mis pies, uno delante del otro como un motor de combustible infinito, uno después de otro hacia el sur.

Llegué muy de mañana a Barcalobos, hogar de artistas. Este era un pueblito de costa azul y marfil bordeado por árboles enormes de troncos labrados con la historia de la vida. Era un pueblo alejado de las reglas populares y del raciocinio común. En lugar de aire había música, en vez de agua, poesía, su lengua era filosofía, el cielo, el sol, las plantas, la luna y el mar eran el mismo pero más inspiradores que en cualquier otro punto del mundo. En Barcalobos era difícil caminar porque el corazón bailaba y la poesía te hacía flotar.

Salía el sol cuando crucé el borde de troncos labrados. Alguna vez escuché de este pueblo cuando fui niño, nunca entenderé por qué pero aquí volví a serlo. Crucé su frontera y encontré una pintura de Chagall en los ojos, hacia abajo estaban esas aldeas de techos coloridos, azules, rojos, amarillos, violetas y blancos bordeando o embelleciendo más la costa. Bajé por un sendero improvisado hasta la primer calle con pasos cortos como esperando la bienvenida, como si supieran mi historia y mi destino, entrar coronado por mi labor de búsqueda y mis renovadas fuerzas exploradoras pero sobre todo por el premio a mi amor infinito a Elita. Nada de esto sucedió, aunque sí fui recibido por siete coloreados niños con máscaras verdes selva que me rodearon en un salto desde los techos y al ritmo de una lira me encaminaron a una especie de plaza central que en vez de plaza era la más bella galería de arte que mis ojos hayan visto antes. Pinturas tan hermosas apuntando al mar como para su comparación, recorrí todas ellas, figuras angelicales, mares embravecidos, cielos limpios y hermosas musas, y ahí estaba, a un costado de ese cuadro del bosque obscuro, a su izquierda, ella en su representación más bella pero, ¿cómo a tantos días de camino alguien tuvo la dicha de pintar a Elita? Me asombré de golpe al imaginar que aquí estuviese o que pasó de camino y algún artista no pudo resistir tal belleza que se obligó a plasmarla. Entonces voy en la dirección correcta, pensé, si no es que entre estas personas se encuentra ella. Sonreí al pensar que mi camino había terminado.

Acudieron tres decenas de personas a mi encuentro de la plaza central, músicos, actores, poetas, saltimbancos, pintores, filósofos y uno que otro sin talento pero fiel admirador de la belleza de los sentidos aunque ninguno era ella. Pregunté al primer hombre que cruzó mi camino por el autor del cuadro y al revisar mis extrañas ansias me tomó del morral sin decir nada y corriendo o danzando, es difícil distinguirlo aquí, me trajo hasta la casa del mejor pintor del pueblo y también un gran poeta. El hombre se acercó de manera curiosa, me examinó de cerca, hizo esa seña con el pulgar que sólo entendí como la mirilla de un arma y negó tres veces con la cabeza. Abrí la boca para esbozar una palabra y de un golpe en la mesa obligó a mi silencio, colocó su mano sobre mi boca de modo que no se dijera algo de más y susurró: -Entonces eras tú. Yo no entendí sus palabras, ¿quién era yo? ¿Me conocen? “Eres tú” repitió. -¿Aún buscas a Elita? Preguntó mientras sostenía su mano en mi rostro, yo afirmé asintiendo con la cabeza a fuerza contraria a la suya. Al sentirme casi inmóvil soltó mi boca y continuó: 
-Una vez vi a Elita. Era la princesa más bella que Dios le pudo haber regalado al mundo, incluso más bella que las sirenas. Yo pinté su retrato. Aquí todo el pueblo la conoce, pocos la han visto pero es la musa perfecta. Los cielos están coloreados por ella y por eso el pintor los plasma tan bellos, la música viene de su voz y sus latidos, por eso aquí no caminamos, la poesía está formada por su alma y por eso los poetas aman su belleza.

Sacó de su bolso derecho un trozo de papel amarillo, lo desdobló y lo puso sobre la mesa.

–Cuando la conocí había pasado de largo y escuché su nombre… no podía creerlo, ¿sería a caso que tenía un nombre? Comentó mientras sentí un escalofrío que comenzó por el índice de mi siniestra cuando concebí imaginar las palabras que de su boca salieron. No debí dudarlo, era un gran poeta, o un poeta, o poesía.

Soneto para un beso esquivo

si gozas de los versos que yo escribo,
es, mujer, por desdén indiferente
del despierto soñar tu beso ausente
pues pídole cordura al trance altivo.

quisiera yo, mujer, tu beso esquivo
de aliento de cerezas elocuente,
de labios fresco almíbar -ciertamente-,
quisiera yo, tu beso fugitivo.

un ósculo yo pido para el fuego
que viene en mis entrañas encendido;
por tu boca le ruego al fuego ciego

que razón de vivir da resentido
al ánima que grita por sosiego
y al corazón que clama otro latido


Sin duda el artista podía entenderme, él vivió por ella alguna vez, la siguió al fin del mundo, luego se rindió. No era más que su reflejo, era él y era yo en diferentes tiempos.


 Carta para Elita V


Después de haber conocido este lugar me sigo preguntando ¿por qué preferías París? Si allá todo es gris de ocre y hierro. Deberías tomar mi mano alguna vez y caminar conmigo estas cortas calles, de ida y vuelta, del bosque al mar, hasta la noche. Verías lo fácil que es embellecer un lugar nada más con tu presencia. Deberías, por qué no, salir a bailar de una de estas chozas, de la que quieras mientras yo te dibujo o soñar conmigo de vez en cuando para darte poesía.

Elita, debías saber que inspiras a un pueblo, que eres leyenda y que tus dudas acerca de tu belleza se han afirmado aquí. Debías enterarte de lo que hiciste nada más con existir.

Elita, si hubieras vivido esta noche aquí conmigo entenderías de lo que el poeta habla, y es que es cierto, el mar sólo se le puede comparar a tus manos, el cielo no existe más que en tus ojos, tu alma deambula en gotas de aire de un lado a otro entrándonos por la piel inundando el corazón y tus labios, tus labios siempre provocando un beso esquivo.

Qué puedo decirte que no te haya gritado antes desde una roca frente al mar, desde una ventana enmarcando a la luna o desde París. Qué puedo decirte ahora que ya lo sabes todo, que lo supiste cuando nos vimos la mirada por primera vez, que lo entendiste cuando tus dedos se unieron con los míos y que olvidaste entonces desde que no estás. Qué puedo decirte yo que tú no sepas.

Ahora que te pienso, recordé el día que te conocí, estabas tan "cabellera al viento" que los centenares de personas a tu alrededor parecían manchas. Estabas tan pequeña, tan mujer, tan distraída y custodiada que no me acerqué. Siete veces te encontré en el mismo sitio, entre la misma gente, entre tu gente, entre ellos dos. Siempre tan “de espaldas” y yo tan “tu cabello” siempre tú, tan mía aunque no lo supieras y yo tan “ganas de abrazarte”, tan cerca e indiferente. Siempre tú, Elita, tan “mi vida” que ya soy como una extensión de ti, pequeño y largo creciendo de tu costado, firme, lento, puro y limpio, creciendo a tu lado para estar junto a ti por el resto de nuestras vidas.


Elita, qué podría decirte yo, después de lo que nos dijimos con la mirada.


Texto: C. Satarain
Soneto: Jesús Cáñez
Twitter: @carlossatarain

viernes, 18 de octubre de 2013

La mujer más bella del mundo


      Han sucedido seis días desde que le escribí esa carta, sentado sobre esta roca que ahora arquea parcialmente mi espalda, con el mar a mi diestra y un cangrejo moribundo a dos pies de mí. Me llevó un día saber que debía estar aquí, pensar que podría esperarla, pensar también en no salir otra vez a buscarla. En tomarme seis días para saber si valía la pena y valían mis pasos.

Fue durante el segundo día cuando conocí a la mujer misteriosa que el día de hoy se robó mi atención y desvió mi mirada del camino, es por eso que aquí continúo esperando la razón para partir. 

Fue al alba del siguiente día, después de enterarme de Elita y la noche que truncó nuestro destino, caminando por la playa que el mar convertía en un lienzo fino golpe a golpe contra la arena en donde la encontré. Era un pórtico viejo y casi en ruinas, de vigas picadas al sol y maderas carcomidas por la sal, todo en tonos sepias que figuraban su larga vida. Estaba sentada ahí, inmóvil como esperando un milagro, como esperando el ocaso y sus milagros. De joven no tenía ni la sonrisa, de vieja le quedaba el rostro, al momento pensé que el mar le había deslavado sus cabellos para convertirla en ola, para poco a poco convertirse en mar. Me senté a observarla por largos tiempos desde un montón de maderos y supe que debía acercarme.

La saludé con amabilidad tratando de no interrumpir su vista al mar, que después me enteraría que en realidad sus ojos no apuntaban al azul sino a su interior. Eso lo supe porque no contestó a mi llegada y entendí que no era consciente de su vida. Me senté a su costado tratando de adivinar el horizonte de su mirada y mientras el mar comía mis ojos llevándolos por lo redondo del mundo de un zarpazo de madera golpeó mi cabeza sentenciándome como una madre a un niño o como el verdugo a Dios. De un grito me ordenó llevarla al interior del lugar mientras a regañadientes susurraba palabras en latín que no entendí. Intenté soportarla a manera de pedestal cuando de nuevo sentenció pero ahora a sus piernas. –Estas me las dio Dios para caminar, pero olvidó el motor. Dijo con voz ahorcada mientras me miró el rostro. Entendió que no entendía nada y ahora con más voz de madre que de verdugo me contó su historia.

Ella fue doncella del reino cercano, a sus pocos años tenía la fama de la mujer más hermosa sobre la tierra y tras los años la fama creció. Yo le creí porque detrás de sus largas arrugas escurría belleza. Hubo un príncipe azul, una vez nada más y fue para ella, tuvieron una boda, hubo fiesta por seis días aunque en estos tiempos la nobleza no se casa con plebeyas, ella tuvo la fortuna del amor de hadas. Dos años pasaron por sus vidas hasta que en la afrenta de Solsherin su príncipe azul cedió la vida. Dos madrugadas después una fiera humana la lanzó por el balcón partiendo su cadera en dos y fue echada del reino para siempre.

En resumidas cuentas ella dedicó su vida al mar, al azul de su príncipe, a la eternidad de Dios. Me enteré a mis visitas diarias de las labores que las mujeres del lugar hacían en su hogar al saberla inmóvil. Me sumé a sus empeños llegando puntual por tres días a mostrarle al canario el sol y regresarlo a su prisión diaria por el ocaso.

Hoy estoy sentado con esta roca a mis espaldas arqueadas, algo oculto de aquella mujer inmóvil al viento. Es difícil entender los motivos de las personas para cumplir su misión en la vida. No sé si en realidad fue doncella y vivió en un reino, no sé si era tan bella como lo supuse o no sé tampoco por qué sigo aquí esperando a que llegue mi princesa si tal vez en dos años yo ceda la vida y jamás la vuelva a ver. Esta mujer me volvió a mostrar el camino y me enseñó a no quedarme inmóvil.

Es el ocaso y su canario está afuera. La mujer se levanta de su silla, toma a su canario y camina a su prisión.
   

Carta para Elita IV


Elita, he notado como corre el tiempo, de los días que le suceden al otro, luego al otro y al anterior, de las veces que los mido en suspiros y recuerdos de ti. He pensado en la duración de Dios como piensa el poeta, he pensado en mi destino y he pensado también convertirme en roca. Ya no puedo controlar mis palabras después de lo que le he dicho al viento de ti, de lo que le platico a la arena y de los versos que el mar se lleva, he intentado dártelos por mar y tierra y viento y no encuentro respuesta.

A este paso no te creo en definitiva tan princesa, ni esta vida tan cuento, ni este amor tan mutuo. No te creo que la arena que me golpea el rostro sea tu caricia y mucho menos el viento aliento tuyo. ¿Cuándo habrás de darme algo? una señal, un relámpago en el pecho, una lluvia en los ojos, un alud en mis manos o una muerte real. Ten, te entrego mi vida en tus manos, nuevamente y como siempre, hasta la noche.

Hoy vi como un milagro falso encarceló un alma, hoy vi en ella la levedad del amor y vi también a través de sus pasos mi destino sin ti. Yo también podría fingir que no puedo, que ya no podré caminar y empeñarle a los hombres mi sufrimiento, yo también podré hacerlo, pero Elita, prefiero vivir sin pasos, perder la voz, quedar sin aliento, pero que los ojos no me los quiten por si te vuelvo a ver.

Elita, tomemos el juicio de Dios y hagamos un trato. Esperaré sentado bajo este cielo ahora estrellado la señal para emprender mi camino, confiemos en él y en su voluntad que yo confiaré mi suerte a la primera estrella fugaz. Si el camino te encuentra lo sabremos, será el mejor trato de nuestras vidas.

Elita, esta noche espero tu milagro.



Texto: C. Satarain

Twitter: @carlossatarain 

viernes, 11 de octubre de 2013

El encuentro más grato y la historia triste



      A la salida de Barsevez se encontraba un arco enorme y blanco semejando el retrato de la que sería la historia más memorable en mi camino hasta hoy. Aquel era un sendero de tierra gris que paso a paso polveaba mis zapatos coloreándolos de café a obscuro, bordeado por cipreses altos hasta el cielo o hasta donde el sol me permitió observar. Fue mi camino durante días y noches bajo el mismo sol, cobijado por la misma luna. El telón se elevaba todas las mañanas de tierra gris y se ponía tan negra por la noche que era imposible distinguir el horizonte estelar y mi destino. No recuerdo si fue un año o un momento cuando el gris se transformó en color arena y las ruinas naturales se volvieron nulas.

Desperté esta mañana recostado bajo la sombra, a exactos siete pasos del portal. La ropa que llevaba ese día se adhería a mi piel por el protestante sol que penetraba por la rendija del tercer carrizo sin atar de ese techo artesanal. Eran las 12 del medio día, hecho que comprobé al no encontrar sombra alguna al mástil que detenía mis escasos recuerdos cargados de Elita, recuerdos resguardados en aquel bolso haraposo y triste. Adelanté mi mano derecha dos palmos para encontrarla con la vasija que de reojo había distinguido y que mi instinto de no morir me refería a vida. Estuve ahí boca arriba cerca de diez minutos, invertí también diez minutos en adivinar de qué hogar era este techo, de qué fuente bebí esa agua y qué tan lejos o cerca estaba de ella.

De un salto me repuse al entender que no entendía ni un poco y al asomar la mirada por el portal pude ver la magia, ese azul del mar no lo habría visto más que en el cielo que alguna vez nos cobijó aquel día en el parque. -Te encontraron anoche dos dunas atrás. Se asomó un susurro de lo obscuro como se asomaba todavía el rayo que ahora brillaba en mi cara y que no me dejó distinguir. Fue una voz fuerte y sobre todo muy conocida y continuó: Casi llegabas, ¿por qué te rendiste? Al escuchar esa pregunta supe exactamente de quién se trataba.

En el palacio de cantera de Reino Jardín trabajaban día y noche las doncellas que veloces vestían y desvestían a los nobles, las mujeres que no perdían un detalle de la pulcritud del palacio, el maestro de los banquetes que cuando enfermaba, Elita intentaba suplantar cocinando panecillos dulces o sopas de bajo presupuesto que la familia real y uno que otro de poca suerte era invitado a degustar. Estaba también él, la diestra del rey que siempre en mis visitas de encuentros con Elita saludaba amablemente a mi llegada.

Me ofreció una modesta comida al notar que hacía dos días no había probado ni un bocado de pan y mientras me atragantaba de aquel que para mí era un manjar, me contó de Elita y de lo que esa última noche trágica sucedió. Me enteré de lo impensable, con escasos detalles relató que momentos después de mi partida, la Reina sentenció duramente a Elita y que tras la puerta de su gran habitación se lanzaban fuertes voces una a otra, incluso en un segundo de poco raciocinio y llevada por la ira, la Reina con voz de sentencia, le deseó la muerte. Al día siguiente todos los presentes fueron echados del palacio con dos costales de monedas y la promesa de no hablar con nadie de lo sucedido. Nadie sabe el motivo, me comentó, pero al día siguiente no volvieron a ver a Elita.


Carta para Elita III


Te escribo a donde estés desde esta playa escondida en el occidente, las olas que golpean la roca donde estoy sentado llegan a acariciar mis pies como un consuelo de estar solo. Hoy me enteré de ti y tras los días que pasé sin tu nombre en mi oído por fin encuentro las palabras para escribirte. Quisiera enterarte de las tardes que se meten siempre en el mismo horizonte, de los caminos que de un paso a otro cambian de color y de los destinos que poco a poco me acercan a ti. Quisiera gritarte que voy a tu encuentro y sentenciarte a que no des ni un paso más.

Elita, ¿Es tan difícil que grites al viento que me esperas? Para así encontrarme tu voz enredada en un árbol o en el cantar de un gorrión y no rendirme. Pudieras también, incluso, preguntar por mí y saber que estoy sentado en esta playa, sobre esta roca y si así fuera, yo te esperaría.

Elita, quisiera enterarte de muchas cosas, que tal vez fui un cobarde por no volver atrás y buscar tu mano cuando más me necesitabas, quisiera enterarte de todo, de cómo mis manos temblaron al escuchar de aquella noche y saber que no estuve ahí para arroparte, para consolarte, para estar contigo. Elita, quisiera enterarte de todo, quisiera gritar que me arrepiento por haber juzgado tu silencio. Por no estar contigo.

Desde el oleaje de tu pecho en que naufraga lentamente mi rostro, dijo nuestro poeta, quisiera reencontrarte. Desde la roca que soporta mi llanto y el atardecer sin ti, escribirte otra carta. Desde las sombras que en mi pecho se transforman en alma, me faltas.

Elita, en donde estés, detente. No te muevas, no camines, no cantes ni llores y si tienes oportunidad voltea hacia atrás, de vez en cuando, cuando tengas ganas de llorar voltea atrás, tal vez pronto en el horizonte aparezca yo.

Elita, en donde estés, por favor no me olvides.


Texto: C. Satarain

Twitter: @carlossatarain


viernes, 4 de octubre de 2013

Anoche escuché su voz...


      Mientras tomaba sus manos aquella noche de fiesta y banquete. Mientras temía al momento de soltarle, susurré a su oído la más breve de mis biografías:

"Yo nací en el río, provengo de donde el mar abraza a la tierra y de donde los hombres extraen su vida. Yo nací saltimbanco, crecí de la música y bebí poesía. Soy fortuna de una noche de agosto y designio de tu futuro”

Elita sonreía mientras mi boca se acercaba más a su oído, no pude verla pero sentí la sonrisa en sus manos. A dos pasos, sus guardias nariz chata se acercaban lentamente como el ladrón, que cauteloso, se aproxima a tomar lo que no es propio. En un segundo el Capitán Marcelo ordenó mi retirada y de un portazo arrebatándome la vida la alejó de mí.

Han de saber ustedes que esa noche la princesa desdeñaba a la belleza por saberse superior, y por ahora, desde un banquito tembloroso a falta de equiláteras patas, me quedo recordando esta escena como recuerdo ese leve volar de su cabello día tras día, de cómo el aire revolvía una y otra vez su cabellera hasta hacerla lucir perfecta bajo el viento de Reino Jardín.

En cambio, esta luna la veo desde Barsevez, un pueblito de no más de 200 habitantes, pequeño, limpio y amigable pero sobre todo a muchas leguas de la carta anterior. No he podido contar los días, no he podido incluso, contar mis pasos. Recuerdo a momentos también nuestro paseo por el parque, el único a la luz del sol:

Fue una tarde de verano mientras Elita caminaba justo a mi lado derecho, era un camino estrecho rebosado de fulanos que de ida y vuelta tropezaban mi camino. Ella, Elita, me miraba de reojo mientras le contaba de mis relatos increíbles, de cuando tuve poderes, de cuando tuve fortunas, incluso de cuando, por defender mis causas, luché contra cinco fieras que de un solo puñetazo designé a la derrota. Elita reía de mis historias y a sabiendas que no creía ni un céntimo de ellas, continuaba relatando lo que a mi imaginación venía, y no piensen mal, no eran mis relatos con afán de enamorarla sino para al menos esa tarde hacerla sonreír.

Durante este último recuerdo cerré los ojos para imaginar que aquel aire de Reino Jardín era el mismo de este insignificante Barsevez, para recordar el aroma que de su cuello brotaba impacientando a las flores por tan dulce olor. Con mi mano a media plana le escribía la segunda carta mientras apretaba aún más los ojos para no confundir la belleza de la noche con la suya. Logré sentirla a ella, a Elita, bajo la luna de Barsevez tan cerca de mí que a dos pasos fuera de la ventana de aquella taberna borrascosa, pude esa noche escuchar su voz…



Carta para Elita II


      Elita ¿conoces la luna de Barsevez? Para tu pesar es de las más bellas lunas de las que podría contarte en un relato en el parque, con tu mano apretada a la mía, caminando a mi diestra con afanes de enamorarte. Pero no, no estás aquí.

Permíteme decirte que días atrás mi desprecio por la ciudad que tanto amabas me hizo huir de París. Ahora estoy perdido en un lugar que a grandes penas aparenta vida y si te digo que aparenta es porque andar este camino sin una sola de tus sonrisas es como mal morir.

Elita, si pudiera contarte que anoche escuché tu voz, estaba rendido y escuché tu voz cercana y dulce a dos pasos de mí. Lo sé, era imposible encontrarte en este simple lugar sucio, obscuro, solitario, pero qué quieres que haga si escuché tu voz. Ha de haber jugado el viento conmigo o ha de haberme visto tu Dios tan débil que me envió un querube a semejar de la manera más exacta su creación más perfecta. Es por eso que no salté desde adentro buscando encontrarte a mi paso, es por eso también que nunca abrí los ojos y es probable también que hubieras sido tú.


¿Cuánto quieres que anden mis pasos hasta donde estés? Sería mejor que nos dejáramos de tanto cuento sin concluir y aparecieras junto a mí, serena y callada como te recuerdo. Sería posible también que en este corto inicio de mi búsqueda de ti, yo tirara al suelo de tierra y agua este sudor que guardo con mis esperanzas y dar un paso a atrás. Pero Elita, he de mantener mi vida sobre el camino hasta el final contigo y avanzaré renovado de fuerzas porque esta noche escuché tu voz.


Texto: C. Satarain

Twitter: @carlossatarain


viernes, 27 de septiembre de 2013

Érase una vez Elita


       Me ha llevado media hora poder encontrar las palabras justas para darles la bienvenida a este nuevo blog y aquí están:


Hola lector.

(sorprendente, lo sé)

       Bienvenidos a “Cartas para Elita”, este es un blog a manera de bitácora de marinero en el exilio del horizonte inexplorado donde estaré publicando las diversas cartas que he escrito para Elita durante algún tiempo, y aunque no estoy yo para contarlo pero tú sí para saberlo así es que comienza la historia:

Érase una vez Elita…

Elita era una princesita que vivía en un palacio de cantera que se encontraba en el Reino de Jardín, custodiada por dos guardias nariz chata, el General Nico y el Capitán Marcelo, muy amigables por cierto con las doncellas que se acercaban de vez en vez a las puertas del palacio. Difícil suerte debía correr cualquier mancebo que quisiera dirigirse a la princesa, a manera de ruleta rusa se presentaban ante ella y hasta la fecha, de su boca siempre disparó el tiro letal. Por su parte los Reyes, es decir, los padres de Elita amasaban fortuna como quien amasa un pan en vísperas de fiestas de bodas de Caná, siempre esperando que se multiplique.

Pero volvamos a Elita. Ella era una princesita bella, pero bella como el amanecer en París, fantástica como historia de hadas, mágica como para inspirar un cuento, de cabellera tan hermosa como el rojo de álamo en otoño y con las manos más dulces como para desposarla.

De ella, de Elita sé muy poco, alguna vez logré observarla detenidamente y de cerca, incluso en alguna ocasión, despacio y con mucha cautela como quien pretende acariciar al león dormido pude acariciar su piel y sí, he de presumir que en cierta noche de suerte después de un manjar en un banquete al cual asistimos en compañía de chaperón, al final de la noche y con sus guardias nariz chata detrás de ella, pude disfrutar por un momento tomar sus manos y ella tomar las mías.

¡Lo sabía, Elita me amaba!

He de repetir para mi pesar que sabía y sé muy poco de esa princesa mística de la cual me enamoré aquella noche de fuegos artificiales y danza en las palmas de mi mano y de fiesta y regocijo en mi corazón.

Esa fue la última vez que vi a la Princesa Elita. Desde la habitación que encendía a nuestro encuentro sólo observaba siluetas de obstinación y desprecio, jamás volví a saber del destino de Elita. Alguna vez escuché que huyó con su hermana mayor a las tierras de occidente, después me enteré por un juglar que la Princesa se encontraba en tierras altas y que vivía muy feliz. Yo no he podido comprobar ninguna de estas teorías, incluso llegué a pensar que una noche, esa noche, se intoxicó y murió por una sobredosis de algo que su cuerpo nunca había sentido: amor verdadero.

Fue entonces cuando decidí huir del Reino de Jardín y semana a semana voy relatando a Elita las odiseas de este mundo tan extraño donde no está, a suerte de que un día la reencuentre mi camino y entregarle estas historias, esta vida, que guardo para ella.




Carta para Elita I


Hoy conocí París y descubrí que no era tan bello como prometiste ni tan amigable como presumiste, en cambio me encontré una ciudad gris de ocre y hierro y esferas colgantes de ruedas gigantes que no entiendo. Elita, hoy conocí París y no te vi, naufragué leguas y no te vi. Apostaba mi cabeza en lugar de jurar (como nunca quisiste hacerlo) a que tus miedos te habían traído aquí y no, yo perdí.

Elita, ¿qué es esto tan alto que está frente a mí? Es como un dedo de Dios apuntando al cielo, eso que tanto admirabas y pretendías conquistar para tu vejez pero no Elita, las calles no son tan mágicas como las suspirabas y los borrachos de vino y ron enfurecen a la luna de esta ciudad obscura. Elita, ¿A dónde debo buscarte? ¿Dónde estás? No te encuentro. Entre los parques donde hay amorosos y un sol en hojas como describió el poeta, no estás, no te encuentro.

Hoy conocí París y de bello no encontré nada, no los mares, no los montes ni las ciudades, en definitiva nada es apreciablemente bello o nimiamente bueno, tanto como tú.

Elita, hoy conocí París, pero mañana no sé a dónde me lleve mi instinto de encontrarte, porque debes saber que en esta incertidumbre de ti, en esta grandeza de las ciudades, en esta belleza efímera de la gente, serás por siempre tú, mi último destino.    



Texto: C. Satarain.