viernes, 10 de enero de 2014

Las tardes del blanco sol


Todo comenzó con un vistazo. Desde la fiesta del Conde Victorioso cuando la conocí, me enamoró. Resultó una princesita que de cabello a lado y de sonrisa apacible no necesitaba más. Yo, a la izquierda del conde, repasaba su comida por la falta de destreza que poseía, asistía sus bocados uno a uno. Ese era yo. Familiar del conde y por lo tanto con el derecho de sentarme a la mesa con la reina y sobre todo con el descaro de preguntar quién era ella.

La princesa se adornaba, yo no la había notado antes esa tarde y aunque entendí que era bella, no presté atención a lo que vendría.

Muchos días atrás, siempre postrados en el mismo asiento de donde veíamos los juegos en ese arcáico lugar, dos filas abajo a 4 espacios de mí, conocí a la mujer de la que prometí por mi vida que sería mi esposa. Ella era tan cabello al aire que me enamoró. Era joven, blanca, limpia y no debía repetirlo pero era la más hermosa mujer que mis ojos vieran. Debí quedarme ciego aquel día o tal vez lo hice. Era bella, era desconocida y lo peor, no era mía y yo tan enamorado de nadie día a día, conociendo sus detalles a tal punto que podría dibujar su espalda desnuda y su cabello suelto uno a uno.

A la mesa con la reina se acercó y susurró algo a su oído, no entendí y no por lo bajo de su voz, sino que el espacio se tornó silencio y quietud cuando regresando y de reojo vi su espalda, no hay mujer con el cabello tan enamorante como el de ella, la que prometí sería mi esposa, estaba ahí frente a mí y yo con la boca abierta de la impresión no pude reprimir a mi curiosidad. 

Pregunté a la reina por ella, nunca la había visto en el reino y con desfachatez suponiendo que era invitada no le di importancia a mis palabras. Sorprendido al saber de la boca de la reina que ella, la mujer que tantas tardes me robó el aliento, era su hija y ahora la tenía frente a mí.

La reina la hizo venir hasta mí y supongo que más por cortesía que por gusto ya que después me enteré que varios “caballeros” la pretendían. Pero esa tarde yo era feliz, las muecas en su cara eran encantadoras y simulaban un buen futuro. La tarde se fue a su lado, fue tan rápido que para el momento en que recobré el sentido sólo recordaba su nombre, y sentado imaginando su linda carita prometí jamás separarme de ella.

Es fuerte el momento ahora en que abro los ojos de mañana y dejo de recordar a Elita, ahora nuevamente con el cielo incoloro y las calles grises. El séptimo golpe que le propiné a la puerta me dio la libertad de las tapias, el sol blanco brillaba frente a mí y a duras penas veía la silueta de dos oscuros niños sentados frente a un portón. Caminé hacia la plaza, no había nadie, todo estaba vacío de un día a otro y la música en el aire había cesado. Las pinturas que semejaban el mar eran sólo líneas curvas en un lienzo claro y los poemas se volvieron sólo palabras de besos esquivados. Llamé puerta por puerta y no aparecían más que siluetas de rostros ocultos como si temieran a mi persona. Desde la mitad que dividía a Barcalobos grité por ayuda, no entendía nada ¡nunca he entendido nada desde que la conocí! Y ahora un pueblo muere por mi llegada, un pueblo que vivía de Elita, de su recuerdo y su belleza y hoy no es más que gris, blanco y sin poesía.

Distinguí una balsa encallada en la arena y de varios tirones le indiqué mi destino. Era hora de dejar la tierra esperando que Barcalobos renaciera.



Carta para Elita VII


Sigo repitiéndome el recuerdo de haberte conocido a modo de alimento aunque esto de no tenerte es peor que pasar hambre. Elita, debías convertirte en sirena y nadar conmigo por horas y horas sin contar el tiempo, de un aletazo regresarme la compostura y con un beso hacerme vivir.

Quiero escuchar tu voz aunque sea en su canto. No me importa si son espejismos o engaños Si he de morir, quiero que al menos una vez más tu voz sea para mí. Aquí deberías estar ayudándome a remar contra la marea y volverme fuerte cuando ya no soy más. Ahora que estoy pidiendo milagros al sol y platicando con él como si fueras tú, deberías bajar del cielo también a arroparme el alma. Dejar de andar tus pasos y voltear hacia abajo para enterarte que sigo aquí debajo, esperando tu mirada, tus manos de luna y la noche de tu pelo.

Ahora que el sol es blanco debería mirarlo fijamente durante 3 horas para que me quemara los ojos con color a paz. El vaivén de la balsa me recuerda tu voz, cómo iba y venía con tu risa pausada dando tumbos en mi cabeza cuando no estás. Hace varios soles blancos que no veo la tierra, no sé cuántos Elita y creo que no me importa.

En la espera de tus tiempos prometí mi vida y jamás rompería una promesa. Donde estés cierra las puertas y ventanas que no importa el tiempo que demore, un día llamarán a la puerta y seré yo.


Desde el mar te escribo, para que no me olvides.


Texto: C. Satarain

Twitter: @carlossatarain


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