A la salida de Barsevez se encontraba un arco enorme y
blanco semejando el retrato de la que sería la historia más memorable en mi
camino hasta hoy. Aquel era un sendero de tierra gris que paso a paso polveaba
mis zapatos coloreándolos de café a obscuro, bordeado por cipreses altos hasta
el cielo o hasta donde el sol me permitió observar. Fue mi camino durante días
y noches bajo el mismo sol, cobijado por la misma luna. El telón se elevaba
todas las mañanas de tierra gris y se ponía tan negra por la noche que era
imposible distinguir el horizonte estelar y mi destino. No recuerdo si fue un
año o un momento cuando el gris se transformó en color arena y las ruinas
naturales se volvieron nulas.
Desperté esta mañana recostado bajo la sombra, a exactos
siete pasos del portal. La ropa que llevaba ese día se adhería a mi piel por el
protestante sol que penetraba por la rendija del tercer carrizo sin atar de ese
techo artesanal. Eran las 12 del medio día, hecho que comprobé al no encontrar
sombra alguna al mástil que detenía mis escasos recuerdos cargados de Elita,
recuerdos resguardados en aquel bolso haraposo y triste. Adelanté mi mano
derecha dos palmos para encontrarla con la vasija que de reojo había
distinguido y que mi instinto de no morir me refería a vida. Estuve ahí boca
arriba cerca de diez minutos, invertí también diez minutos en adivinar de qué
hogar era este techo, de qué fuente bebí esa agua y qué tan lejos o cerca
estaba de ella.
De un salto me repuse al entender que no entendía ni un poco
y al asomar la mirada por el portal pude ver la magia, ese azul del mar no lo
habría visto más que en el cielo que alguna vez nos cobijó aquel día en el
parque. -Te encontraron anoche dos dunas atrás. Se asomó un susurro de lo
obscuro como se asomaba todavía el rayo que ahora brillaba en mi cara y que no me dejó distinguir. Fue una
voz fuerte y sobre todo muy conocida y continuó: Casi llegabas, ¿por qué te
rendiste? Al escuchar esa pregunta supe exactamente de quién se trataba.
En el palacio de cantera de Reino Jardín trabajaban día y
noche las doncellas que veloces vestían y desvestían a los nobles, las mujeres
que no perdían un detalle de la pulcritud del palacio, el maestro de los
banquetes que cuando enfermaba, Elita intentaba suplantar cocinando panecillos
dulces o sopas de bajo presupuesto que la familia real y uno que otro de poca
suerte era invitado a degustar. Estaba también él, la diestra del rey que
siempre en mis visitas de encuentros con Elita saludaba amablemente a mi
llegada.
Me ofreció una modesta comida al notar que hacía dos días no
había probado ni un bocado de pan y mientras me atragantaba de aquel que para
mí era un manjar, me contó de Elita y de lo que esa última noche trágica
sucedió. Me enteré de lo impensable, con escasos detalles relató que momentos
después de mi partida, la Reina sentenció duramente a Elita y que tras la
puerta de su gran habitación se lanzaban fuertes voces una a otra, incluso en
un segundo de poco raciocinio y llevada por la ira, la Reina con voz de
sentencia, le deseó la muerte. Al día siguiente todos los presentes fueron
echados del palacio con dos costales de monedas y la promesa de no hablar con
nadie de lo sucedido. Nadie sabe el motivo, me comentó, pero al día siguiente
no volvieron a ver a Elita.
Carta para Elita III
Te escribo a donde estés desde esta playa escondida en el
occidente, las olas que golpean la roca donde estoy sentado llegan a acariciar
mis pies como un consuelo de estar solo. Hoy me enteré de ti y tras los días
que pasé sin tu nombre en mi oído por fin encuentro las palabras para escribirte.
Quisiera enterarte de las tardes que se meten siempre en el mismo horizonte, de
los caminos que de un paso a otro cambian de color y de los destinos que poco a
poco me acercan a ti. Quisiera gritarte que voy a tu encuentro y sentenciarte a
que no des ni un paso más.
Elita, ¿Es tan difícil que grites al viento que me esperas?
Para así encontrarme tu voz enredada en un árbol o en el cantar de un gorrión y
no rendirme. Pudieras también, incluso, preguntar por mí y saber que estoy
sentado en esta playa, sobre esta roca y si así fuera, yo te esperaría.
Elita, quisiera enterarte de muchas cosas, que tal vez fui un
cobarde por no volver atrás y buscar tu mano cuando más me necesitabas,
quisiera enterarte de todo, de cómo mis manos temblaron al escuchar de aquella
noche y saber que no estuve ahí para arroparte, para consolarte, para estar
contigo. Elita, quisiera enterarte de todo, quisiera gritar que me arrepiento
por haber juzgado tu silencio. Por no estar contigo.
Desde el oleaje de tu pecho en que naufraga lentamente mi
rostro, dijo nuestro poeta, quisiera reencontrarte. Desde la roca que soporta
mi llanto y el atardecer sin ti, escribirte otra carta. Desde las sombras que
en mi pecho se transforman en alma, me faltas.
Elita, en donde estés, detente. No te muevas, no camines, no
cantes ni llores y si tienes oportunidad voltea hacia atrás, de vez en cuando,
cuando tengas ganas de llorar voltea atrás, tal vez pronto en el horizonte
aparezca yo.
Elita, en donde estés, por favor no me olvides.
Texto: C. Satarain
Twitter: @carlossatarain
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